Una de las características definitorias del ser humano es que se trata de un animal provisto de capacidad para razonar sobre sus impulsos emocionales, imponiéndose la "razón" como la base sobre la cual se sustentan sus acciones en el mundo que se despliega frente a él. Por esto nos deleitamos al considerarnos como un "animal racional".
Con ello se trazaría una línea diferencial con el resto de las criaturas que pueblan la tierra, a menudo entendidas (aunque no siempre es de esta forma) como esclavas del instinto y de la necesidad de sobrevivir, sintiéndonos como algo independiente y diferente del tejido que conforma la naturaleza inherente a todos los seres vivos.
Lo realmente cierto, a pesar de esta creencia generalizada, es que no siempre actuamos de una manera racional o meditada; sino que en muchas ocasiones nos dejamos arrastrar por el caudal de nuestros instintos más primitivos. Incluso existe gente que, de hecho, reacciona de esta manera en casi todas las situaciones.
En este artículo abordaremos precisamente el asunto de la impulsividad, tanto el modo en el que se define como sus posibles causas y sus raíces neurológicas, pues se trata de un rasgo que alberga cierto misterio y que condiciona la vida de quien lo presenta y de su entorno.
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¿Qué es la impulsividad?
La impulsividad es un concepto complejo, que ha intentado ser definido con claridad muchas veces, pero para el que todavía no se dispone de un consenso nítido. Lo más común es que se utilicen una sucesión de rasgos definitorios, que se presentan juntos en aquel de quien se dice que es impulsivo, pero que no alcanzan el nivel descriptivo necesario para convencer a toda la comunidad científica. De este modo, se utilizarían atributos tales como "impetuoso", "irreflexivo" o "precipitado".
Otra dificultad para delimitar su naturaleza la encontramos en el hecho de que este síntoma se manifiesta habitualmente en el contexto de otros trastornos mentales, y raramente de una manera aislada. Es común que se presente en el trastorno límite de personalidad (conductas irreflexivas), el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (precipitación e interrupción), la ludopatía (deseo irresistible de apostar) o el trastorno por atracón (sobreingestas voraces e irrefrenables).
Por otra parte, también es un factor de riesgo en muchos otros problemas de salud mental; como el abuso de drogas y/o los trastornos de conducta durante la infancia; y es uno de los motivos más importantes por los que algunas personas abandonan el abordaje psicológico u otras formas de intervención. Así, se muestra diluido con muchas otras alteraciones físicas y psíquicas, haciendo difícil discriminar aquellas que se le pueden atribuir de las que realmente no.
Sus facetas
Algunos investigadores han intentado llevar a cabo clasificaciones de las distintas formas en las que se puede expresar la impulsividad, de modo tal que parece estar definiéndose algún grado de acuerdo respecto a tres dimensiones básicas: cognitiva (precipitación en el proceso de toma de decisiones), motora (desarrollo de una acción desprovista de todo proceso previo de reflexión) y/o no planificada (total ausencia de consideración del futuro al emprender una acción). En cualquier caso, existe un riesgo de consecuencias muy negativas para la persona o para terceros.
Aun con todo, un intento de conceptualización implica la enumeración de expresiones que la distinguen como una entidad independiente. A continuación se detallarán las más esenciales.
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1. Dificultad para demorar la recompensa y búsqueda de la inmediatez
La impulsividad se caracteriza por los problemas a la hora de detener los impulsos, esto es, de inhibir las conductas a pesar de que se estime alguna consecuencia negativa potencial. Este proceso se despliega ante estímulos apetitivos variados, considerados deseables, pese a que la espera pudiera traducirse en un aumento de la intensidad o cantidad de la recompensa a la que se opta. Prima, por tanto, la inmediatez en el modo de conducir múltiples aspectos de la vida. También es una de las causas comunes de la violencia interpersonal.
2. No consideración de las opciones ni de los riesgos, y ausencia de planificación
La impulsividad se orienta únicamente hacia el momento presente, por lo que la persona que la ostenta no sopesa las consecuencias de los actos sobre el futuro. Asimismo, tampoco llega a hacer planes estructurados sobre la manera de afrontar un hecho que precipita en ella una respuesta emocional difícil, sino que opta por encarar frontalmente la situación sin prever el modo en que evolucionará ni los imprevistos o contingencias que pudieran concurrir. Con ello se entorpece que puedan orquestar algún plan de vida congruente y satisfactorio.
3. Urgencia por actuar
La impulsividad también puede expresarse en forma de apremio en el estrés, de manera que pareciera imposible sostener la tensión que se acumula en el caso de inhibir la acción. Todos los trastornos del control de impulsos tienen el eje común de esta "urgencia", de modo tal que la "carga" solo se resolvería cuando se cede a la realización de la conducta (como el incendio de un bosque en la piromanía o la realización de una nueva apuesta en el juego patológico), lo que acaba manteniendo el problema base a lo largo de los años por un refuerzo negativo.
4. Búsqueda de sensaciones
Otro rasgo que se asocia de forma consistente a la impulsividad es la necesidad de estímulos novedosos, lo que se expresa en la búsqueda de experiencias que incluso pueden poner en riesgo la integridad física o emocional.
Así, es posible que concurran situaciones tales como el abuso de sustancias o actividades sexuales sin protección, en las que predomina el placer inmediato en detrimento de cualquier garantía de mínima seguridad. Como consecuencia de todo ello, el aburrimiento se presenta con gran frecuencia cuando la vida deviene demasiado regular, siendo este un sentimiento muy difícil de tolerar y de gestionar.
5. Escasa perseverancia
La impulsividad tiene como consecuencia que, ante cualquier error o fracaso resultante de la propia acción precipitada, la persona se sienta incapaz de continuar esforzándose para darle la vuelta a la situación. Este hecho se asocia a la dificultad para tolerar la frustración, la cual se vive como un estímulo difícil que se afronta de forma acelerada mediante una conducta de escape activo. Así pues, este abandono no es más que una nueva expresión de impulsividad ante la tensión emocional de los desaciertos.
6. Problemas de regulación emocional
La impulsividad también se manifiesta como la dificultad para regular las emociones, esto es, para ejercer sobre ellas un control deliberado que impida su irrupción desbocada en la vida cotidiana. La regulación emocional requiere de espacios internos dispuestos para observar en detalle lo que ocurre en el interior, para poder aceptarlo y encauzarlo en forma de conductas con algún valor adaptativo. Cuando esto no es así, la emoción puede devenir insoportable en su intensidad o frecuencia, y precipitar hechos que acaban empeorando el problema.
La influencia de la educación
La impulsividad en niños y adolescentes se ha asociado de forma consistente a una serie de factores sociales, sobre todo relacionados con el entorno donde más tiempo invierten en sus vidas: la familia. Y es que existe evidencia de que determinadas pautas de crianza, o incluso episodios particulares de violencia relacional, pueden moldear de forma persistente el modo en que la persona aprende a regular lo que se despliega en su interior.
Las situaciones de abuso físico, psicológico y sexual aumentan el riesgo de que los niños y los adolescentes desarrollen a lo largo de los años conductas disruptivas o antisociales, en las que la impulsividad se alza como un rasgo cardinal. También pueden ser la consecuencia de cuidados parentales en los que la coerción, la amenaza y las explosiones emocionales de naturaleza imprevisible son tan frecuentes que el infante es incapaz de prever su futuro y las consecuencias de sus actos; seleccionando la impulsividad como forma de afrontamiento.
Como se aprecia, la impulsividad es un rasgo que se puede aprender en familia, sobre todo cuando prima la desorganización y el niño o el adolescente no puede desarrollar hábitos más cohesionados, a través de los cuales aprender a gestionar eficientemente los recursos de los que dispone (temporales, materiales, etc.). En la misma línea, es posible que estas familias no reparen en la importancia de las conductas prosociales, obviando su pertinente refuerzo e impidiendo su consolidación en el acervo del niño (repertorio conductual básico).
Todo esto es particularmente importante en la medida en que la impulsividad puede llegar a tener consecuencias profundamente negativas para la vida de la persona tanto a corto como a largo plazo. Así, se asociaría al consumo de drogas en la adultez, al diagnóstico de ETS (enfermedades de transmisión sexual), al bajo nivel educativo, al acceso precario al mercado laboral, a la pobre percepción de ingresos por la actividad desempeñada e incluso al riesgo de incurrir en conductas delictivas o de residir en zonas socialmente deprimidas.
Estas últimas consecuencias, en general, no se pueden explicar únicamente por el hecho de ser impulsivos, sino que también dependen de las problemáticas adicionales que con ello suelen coexistir (como las descritas en uno de los párrafos precedentes).
Sus bases neurológicas en el cerebro
La impulsividad no puede ser entendida, como se infiere de todo lo anteriormente señalado, como una conducta aislada; sino más bien en el prisma de una tendencia a actuar de forma rápida y sin meditación alguna, con el objetivo de resolver una situación (demanda externa) o una emoción (sentimiento difícil de gestionar). Todo ello puede comprenderse mejor cuando se indaga en la actividad cerebral de quienes suelen reaccionar de este modo, pues existen evidencias de particularidades en un conjunto de estructuras neurológicas asociadas a la impulsividad, que procedemos a describir.
Una de las más importantes, sin duda alguna, se halla en la corteza prefrontal; donde se han apreciado múltiples diferencias estructurales y funcionales al comparar a sujetos impulsivos con los que no lo son. Esta zona es una de las principales estructuras implicadas en el propio razonamiento sobre nuestros actos, así como en la planificación y la inhibición de conductas o pensamientos indeseados. Actualmente se sabe que el daño en la misma motiva cambios en la personalidad, o incluso detona síntomas pseudodepresivos y pseudopsicopáticos.
Dentro de la misma corteza prefrontal, la cual reúne muchas otras estructuras con funciones diferenciadas, la corteza orbitofrontal tiene un papel especial en lo relativo a la impulsividad. Más en concreto, modera la relación entre las respuestas emocionales y los actos motores, lidiando en el influjo de la amígdala (zona que procesa la experiencia emocional) y la corteza prefrontal (donde se elicitan o se inhiben todas las respuestas que pudieran desprenderse de los propios afectos). Así, actúa para "detener" o para "permitir" nuestras acciones ante algún estímulo precipitante.
Esta conexión se lleva a cabo mediante el rol que desempeñan dos neurotransmisores muy conocidos: la serotonina y la dopamina. Estos son los encargados de establecer el canal de comunicación entre la amígdala (zona límbica y ubicada en las profundidades del cerebro) y la corteza prefrontal (zona más reciente desde la perspectiva de la evolución y ubicada en la región anterior del parénquima); mediante vías independientes para cada una de las mismas, pese a que en los últimos años se ha podido corroborar que interactúan inhibiéndose la una a la otra.
En general se ha observado que un nivel bajo de serotonina se asocia a mayor impulsividad; incluyendo la participación en actividades de riesgo, actos de heteroagresión, autoagresión, suicidio y sensación subjetiva de laxitud en el autocontrol. La dopamina, de forma especular, se relaciona con la impulsividad en su exceso; puesto que el aumento de su disponibilidad en la hendidura sináptica enlaza con la búsqueda inmediata de refuerzos. Todo ello contribuye a los rasgos elementales de la impulsividad, tal y como se han descrito a lo largo del presente artículo.
En definitiva, la impulsividad es un fenómeno que alberga una gran complejidad, tanto en su expresión clínica como en su etiología (social, biológica y psicológica). Tanto es así, que por ello resulta difícil delimitar conceptualmente su realidad. Es necesario que en el futuro se siga investigando sobre la cuestión, pues será con ello que se lograrán tratamientos más eficaces para reducir su impacto sobre la vida de quien vive con ella o de su entorno cercano.
Referencias bibliográficas:
- Bakhshani, N.M. (2014). Impulsivity: A Predisposition Toward Risky Behaviors. International journal of high risk behaviors and addiction, 3, e20428. doi: 10.5812/ijhrba.20428.
- Neto, R. y True, M. (2011). The development and treatment of impulsivity. Psico, 42, 134.